3.2. El mito del buen salvaje
Por increíble que pueda parecernos, en un primer momento llegó a dudarse de que los nativos americanos fueran también seres humanos (“gente” en el lenguaje de la época). No fue hasta 1537 cuando el Papa Pablo III decretó, en una bula, que los amerindios eran también descendientes de Adán y Eva.
Pero fue a partir de la Ilustración, con el establecimiento del método científico, cuando se intentó buscar una justificación biológica a este prejuicio racial tan antiguo y a estructurarlo en su forma actual. La concepción cartesiana del mundo natural llevó a considerar que la variación humana podría ser clasificada mediante la razón de modo totalmente objetivo. Curiosamente, la percepción ilustrada de la diversidad humana estuvo impregnada, en un primer momento, de aires de igualitarismo. La idea de Jean Jacques Rousseau expresada en su Discours sur lórigine et les fondements de l´inegalité parmi les hommes, de 1755, de que la humanidad era fundamentalmente buena, acercaba al salvaje al estado primigenio e incorrupto de la bondad humana. Según Rousseau, el hombre era feliz en estado salvaje porque no había sufrido todavía las terribles desigualdades que existían en la sociedad civilizada. El igualitarismo ilustrado influyó en la redacción de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de 1766, donde puede leerse: “Tomamos como evidencia en sí mismas, las siguientes verdades: que todos los hombres han sido creados iguales, que su Creador les ha otorgado derechos inalienables, entre los que se encuentran la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”, y en la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano, redactada durante la Revolución Francesa de 1789, que dice en su primer artículo: “Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos”. Pero la constatación de que el mito del “buen salvaje” influyera en muchas crónicas de viajes del siglo XVIII, no significa que el salvaje fuera considerado como un igual; los ilustrados creían que el salvaje era como un niño, inocente pero irresponsable, y al asumir que el progreso era intrínsecamente bueno, pensaban que el contacto con la civilización habría de resultar forzosamente beneficioso para él. Sin embargo no fue así, y la civilización de los europeos puso a numerosos grupos humanos al borde la extinción en un periodo de tiempo sorprendentemente breve.
La llegada del siglo XIX vio cómo el imperialismo europeo se extendía por amplias zonas del mundo y cómo, en consecuencia, empezaba a desvanecerse la concepción igualitaria de la humanidad y se consolidaba la jerarquización de la especie. No es sorprendente que los mismos habitantes de algunas islas de la Micronesia fueran descritos como de piel “dorada” en el siglo XVIII y de piel “oscura” en el siguiente. Existía la convicción de que la sociedad industrial que se empezaba a construir en Occidente representaría la culminación de un modelo de civilización, por eso el progreso se convirtió en un ideal recurrente de las filosofías del siglo XIX. En consecuencia, los europeos empezaron a considerar a los nativos de otros continentes como seres primitivos, retrasados, estúpidos e incapaces de tener sentimientos nobles y elevados. Se pasó de considerar que la esencia de la humanidad radicaba en los salvajes a considerarla patrimonio exclusivo de los europeos. El concepto de raza se convirtió en la idea central de la visión europea del mundo y dominó la antropología hasta la segunda mitad del siglo XX. En ese contexto, la teoría de la selección natural enunciada por Charles Darwin en 1859, fue utilizada por algunos científicos victorianos para argumentar que las desigualdades entre razas y sociedades (incluso entre individuos de una misma sociedad) no eran más que la consecuencia lógica de las leyes despiadadas de la naturaleza. La teoría de la evolución proporcionó argumentos para justificar el racismo a una sociedad que, adaptada cada vez más al rigor del método científico, los encontraba más plausibles que los puramente creacionistas. Conceptos como “supervivencia de los más aptos” (introducido por el darwinismo social Herbert Spencer en 1864) y “lucha por la supervivencia” se aplicaron a aspectos sociales de nuestra especie. Los científicos victorianos, incluyendo al propio Darwin, creían con firmeza que las razas “superiores” por naturaleza (la europea, según ellos) dominarían y subsistirían a las “inferiores” en todo el mundo.
Aunque la idea de superioridad racial innata fue formulada en primera instancia por científicos victorianos, fue posteriormente recogida por personajes de poca entidad intelectual, ajenos con frecuencia al campo científico. Baste citar el ejemplo de uno de los que más influyó en el pensamiento racista de los nazis con sus ideas sobre la superioridad de la raza aria, el conde de Gobineau, un diplomático fracasado que escribía, como un aficionado cualquiera, sobre temas tan dispares como arqueología u orientalismo.
(Razas, racismo y diversidad. Charles Lalueza, Editorial Algar)